29 de diciembre de 2009

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Ya me iba con Lezama Lima bajo el brazo, cuando una raíz abre el suelo y me engancha de un pie al bajarme del taburete. En un Madrid empapado, echando a las tragaperras en busca de otro lunes que me libre de este batir de tortillas interno, descolocada la gorra por el Havana, mantengo la mirada de perfil, sabiendo que todo ocurre porque sí, como se combinan las frutas de la máquina; pensando mucho en esta biografía que me persigue contraria a las agujas del reloj sin un espacio reservado para el sosiego..

En este no saber qué hacer, muevo la mano picoteando del cesto de patatas fritas, Qué se note que existo, me digo; qué soy algo más que una sombra entre el humo y el jazz que todo lo hilvana en este no-hacer donde me repito, lo sé, incorporando el pecho hacia adelante para no ser menos que la mujer que me devuelve la mirada reflejada a través del espejo, chorreando la boina gris por un inesperado bucle insustancialmente descolgado, la vista en algo detrás de mí, alineando los granitos de azúcar de un café, perímetro entre mi espacio sin énfasis y el suyo, coincidiendo y no coincidiendo, rebuscando en un bolso un mechero desaparecido mientras se seca la cara con la manga y el pasado refulge en mi memoria que mira detenidamente al vacío.
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Por simple curiosidad, tal vez, o por una huella familiar y extraña (nada es contradictorio si uno no quiere), hago por llegar al final de este guión, ya muy cerca de la madrugada.
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Una brizna de luz dulcifica el cristal sin que medie un breve comentario... es una noche sin luna llena afuera y charcos de escaso radio bajo las pirámides invertidas de los paraguas, intermitentes miradas indirectas, únicamente gotas, quizá, o raíces que habrían roto el suelo empujando la alquimia... No puedo precisar, es tarde, son las tantas cuando escribo esto. Sin duda hubo un error que se me escapa sopesando pros y negando los contras en una continua gestación sobre las servilletas que traigo en los bolsillos. Ninguna teoría científica dice nada nuevo, ni rebobina otro desvío a Santiago.
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Tampoco hubo margen para que algo pudiese zarandear las flores del ciruelo en un prado ordenado donde resuenan pentagramas perfectamente colocados durante años. Sólo recuerdo que a nuestro alrededor se percibían oídos que gozaban oyendo nuestros silencios y ojos que se deleitaban persiguiendo nuestras miradas desde que se cruzaron en aquel espejo.
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También pude ver a alguien parado frente a unas tragaperras, de espaldas, ajeno al juego que jugaba la noche…
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Codorníu.
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24 de diciembre de 2009

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Llegadas estas fechas, quiero tener un recuerdo muy especial para Chumpéter y Saleta, que -durante un tiempo- fueron la encarnación de esas dos maneras de sentir la vida que se cornean dentro de mí.

Todos somos muy esclavos de nuestra historia y del proceso personal que cargamos. Desde nuestra más tierna infancia, hemos elaborado fantasmas, miedos y enterrado semillas emocionales que nos acompañan para siempre sin que seamos conscientes de ello. En este sentido podríamos decir que somos lo que nos han dejado ser; y bajo esa mirada, es cuando sentimos la vida como una carga.
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La de Chumpéter pesaba mucho.

Sin embargo, todas las personas tenemos y podemos desarrollar una vitalidad ascendente, hacer blandas nuestras rigideces y pivotar un poco más ganando espacio. Sé que todos los seres podemos soñar cosas, imaginar, tener proyectos, lanzarnos a realizarlos, asumir las dificultades... Entonces es cuando sentimos que somos lo que hacemos.
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Así era Saleta de leve.

Tal vez en eso consista el baile de la vida, una danza interna entre dos maneras de sentirse tan distintas.

A todos (no os cito uno por uno para no estropearlo) os llevo en mi corazón todos los días del año. En especial, en este solsticio de invierno.
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(Los langostinos son para vosotros. Los he contado y tocamos a tres. Las copas de Codorníu, son barra libre. Espero que no me traicionéis con otras marcas)
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Chumpéter, Saleta y Codorníu.
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17 de diciembre de 2009

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Me pregunto si aún creo en la belleza de los naufragios, en su temblor en el agua cuando la noche riza de forma plateada la superficie azul oscuro del espejo, en la presión que soportan los cansancios que llevan tu nombre; en la esperanza del otro lado del tapiz, donde hacemos los nudos.
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Me pregunto si aún llegará a tiempo el oxígeno que me dan los besos deseados, o las metáforas de Borges que releo ávidamente para zafarme de la asfixia. Y también, si aún existe el segundo crucial que maneja lo aleatorio, el billete comprado a mis espaldas, o el gusto por la torpeza que tienen los que no saben lo que hacen (o sea, todos nosotros).
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Pregunto, en definitiva, por los horizontes tan lejanos que soplaron las venas de aquel cuerpo que me citaba en plena juventud; incluso pregunto por el áspid sinuoso que frecuentaba los pronombres desaparecidos para siempre. Y sobre todo, pregunto por el sentimiento coral del amor, que saltaba entonces todos los misterios y hoy se abraza con fuerza a los pétalos perdidos.
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Con el tiempo, aún me pregunto si no son un sueño los pistilos que mi danza sobrevoló en su día; o si todavía existe la semilla prohibida, que entonces tuvo el poder de sembrar este cuerpo arado de recuerdos.

Codorníu.
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8 de diciembre de 2009


En mis piernas retumba todavía el hormigón. El puente que atraviesa la carretera de Toledo vibra al paso de los coches y los camiones. Con los párpados entornados me dejo caer en el tresillo a la vuelta del trabajo. Son unos segundos tan sólo. Como cada tarde, enseguida se ponen en marcha páginas y páginas de rutinas milimetradas. Mi pobre Sísifo jamás deja de subir por ellas la bola que colecciona presentes imperfectos…

La mirada como boca de mina abandonada… y los sueños, exiliados en otro lugar por el efecto demoledor de este realismo sucio.

Codorníu.

27 de noviembre de 2009

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Apenas tengo nada que contar. En otro tiempo, me obligaba a escribir, sacaba petróleo de cosas menores. Como cuando la secadora comenzó a hacer ese ruido de locos, hasta que descubrí que lo hacían las cremalleras de las cazadoras que Saleta se fue dejando en mi casa. Qué nimiedad, ¿a que sí? Otro día, apareció el golpe del toldo contra la barandilla de la terraza. Y otro, la antena repicando en el techo del coche, impredecible y aleatoria.
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Después, vino lo de la tablilla. Una y otra vez pisando por encima de una maderita del parquet que bailaba. Al principio, tan sólo un «clinc» seco, como el que haría la campana de madera de un dojo. Algún día contaré de qué inesperada forma llegó a mi vida esto de colocar la atención en las cosas. Sin embargo, todavía no me explico bien cómo se fue. Percibo, únicamente, la estela de un tránsito borroso y difuminado. Me refiero a borroso en la conciencia; ese logro tan fugaz y tan costoso del "darse cuenta", donde los sonidos demasiado grises no alcanzan a poder ser un ancla y se quedan tan sólo en pobres compañeros de una gestalt que nos rodea desde la sombra. En el fondo, demasiados ruidos cotidianos para retenerlos en el presente. Sobre todo por un corazón -como el mío- con el que juegan tanto los vientos del pasado.

Aunque quién sabe... Tal vez, este ego -que pilota mi ser- esté harto de dar siempre un saltito para evitar el «
clinc»...
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Codorníu.
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21 de noviembre de 2009

Una mesa detrás de una columna me oculta de las miradas de los que pasan, toman algo y salen al rato. Si ladeo la cabeza puedo ver a los otros, a los que permanecen en la barra por los siglos. La verdad es que hoy no me interesan mucho sus movimientos buscando banquetas vacías ni su charla pegajosa en torno al partido que televisan este fin de semana. Cuando se marchan todos, el tabernero (el pobre tabernero, como gusta llamarse a sí mismo) se acerca a mi rincón, ávido de otras conversaciones, y me pregunta: ¿Qué lees?

Extiendo la mano hacia él y le acerco el libro. "Son rollos filosóficos", le prevengo a la vez que observo como pasa las páginas sin prisa, deteniéndose en el tacto del papel, abriendo lentamente una sonrisa que me intriga porque siempre tiene preparada alguna ironía en la recámara. Al fin, sus labios maldeclaman (como si estuviese leyendo teatro en una tertulia de poetas) unos versos de Taigui que sus ojos "escogen" dejándose atrapar por algunas notas a lápiz que puse por el margen:

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"Vuelan luciérnagas,

y al ir a decir: <¡Mira!>,

estoy yo solo"

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No lee más. Se da la vuelta -a lo torero- y comienza a recoger unas tazas que hay por las mesas. Cuando regresa al otro lado del mostrador, le oigo cacharrear con los vasos. Yo vuelvo a abrir el libro e intento colocar de nuevo la cabeza sobre los hombros de cartoné. Sé que tiene mucho "zumo" ese haiku. Mucho. Pero ya queda poco, es casi la hora de cerrar, y no sé si compensa seguir para dejarlo a medias. Me levanto. Me pongo la chaqueta despacio. Mañana más, digo en voz alta. Él sortea el mostrador y me espera junto a la puerta. Bajará el cierre en cuanto salga. Temo el momento, y me voy acercando de puntillas. Pienso -como cada noche- si podré alcanzar la calle sin que me remate.

Al borde del escalón, cuando ya estaba casi a salvo, recibo en mi espalda el chorro de una manguera de agua helada: "¿Sabes una cosa? Uno nunca está solo; porque por h o por b siempre hay una conciencia perturbadora que lo acompaña"

Qué canalla. ¿Habría leído la dedicatoria del libro, donde Saleta había escrito hace años: P’a ti p’a siempre?

Codorníu.

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7 de noviembre de 2009

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¿Es posible más locura todavía? Una sociedad que no cuida la enseñanza, que no analiza las causas de su fracaso, que se pierde -a buenas horas- en descargar culpas en espaldas ajenas no necesita que le pronostiquen su futuro, porque su mediocridad ya existe aquí y ahora.

En mi opinión, la derrota de las banderas psicológicas de la Educación de los años setenta y ochenta fue decisiva para lograr la desmotivación del alumnado desde las más tempranas edades. Ahora veo con claridad que se trataba de desactivar aquellos brotes tiernos que todo ser humano tiene de creativo, de solidario y de ético. Un hombre, una mujer así no darían el perfil adecuado que necesita esta fábrica de locos.

Dejo aquí un enlace con aquel sueño que ningún gobierno de la democracia se atrevió a vivir.

Codorníu.
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24 de octubre de 2009


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Qué cosas tan distintas se esperan del otoño. Para unos es fuego cromático; para otros, frío. A algunos les da alegría y calor, otros sólo suspiran y recuerdan. Unos desean conservar su pasado, otros quieren -como si pisaran sobre brasas- el olvido.
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En otoño se muere y se vive por dentro principalmente. Se quiere compartir con todo el mundo; pero, a la vez, se quiere guardar con avaricia. Hay otoños de todos los colores, para todos los gustos; y seguro que hay alguno que se parece más al que tú sientes. En eso andamos cada uno: pintando nuestro propio cuadro, donde lo subjetivo nos hermana.

Para mí es una burbuja hecha para ser explotada en voz baja, un cigarrillo a solas en un banco con los iguales acogidos a media mirada de distancia; o quizá, una taberna con público invisible. Eso también me sirve. Lo que importa es sacarlo de los libros y decirlo como quien inhala. Escuchar para adentro, porque son muchos los rumores que te contestan si eliges las mejores palabras para nombrarlo, para interpretarlo; para que no se diga sólo de una manera, como quieren algunos, los del pensamiento único y maldito. Aquél que intentó convencernos que el capitalismo era el único sistema viable, el menos malo de todos los posibles. Por el contrario, el otoño -como estado interior que es- lleva metido dentro música, pasmo y ese dudoso titilar que tienen las estrellas.

Porque además de contar palabras que caen de los árboles y pisar hojas secas, resuenan muchas otras cosas.

La canción de Serrat que Saleta adoraba, por ejemplo.

Codorníu.
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14 de octubre de 2009

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Me cuesta pronunciar la palabra "cerrar". No me cuadra. Mis amigos se despidieron en otoño. El dolor fue tan inmenso, me lo recuerda tanto, que yo no puedo hacerlo. Siempre, por estas fechas, se me pone amarillo el corazón. Cerrar es como la savia que no llega a las hojas. Dije que no lo haría nunca. Defendí los descansos, las pausas, lo provisional... el cansancio tuyo, el mío, nuestros desalientos comunes compartidos. Hablamos sobre esto. Sobre lo absurdo de lo definitivo, del vacío permanente que deja un portazo. Sólo la muerte nos pone de rodillas. Nos desmonta las suaves transiciones. La muerte, y el desencuentro que hay en la vida real, ésa en la que creo cada vez menos. Por respeto a ti, sé que debía decir algo. Aunque no sé muy bien cómo ni qué. Tal vez, encuentre las palabras deshilachadas en los próximos días, pero nunca de forma inesperada. Eso (lo de irme yendo despacio), sí me cuadra. Agonizar es algo muy fuerte, incluso aplicado a lo virtual. También mueren los blogs según los dueños. Lentamente, en mi caso. Por tanto, no diré nada drástico. Sobre todo, no diré adiós. Además, nunca supe hacer bien eso. Creo (cada vez estoy más seguro) que me moriré sin cambiar bruscamente. Ya es hora que me conozca un poco. En mi vida hay tantos atardeceres... Tantos, como estaciones de trenes. Por eso no puedo evitar que en este momento el alma me resuene a despedidas, a pañuelos, a ventanillas, a andenes... Ahora, por ejemplo, me encuentro en ambos mundos (en el tren y en el suelo): dudando; con un pie en el primer peldaño de la estrecha escalera metálica y con el corazón, dividido, agarrado al acero frío de la barra. Colgando, en la otra mano, la maleta vacía.
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Lo siento.
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Codorníu.
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4 de octubre de 2009


Hoy, Mercedes se ha fundido definitivamente con su pueblo



En esta época oscura, donde es tan fácil confundirse, perderse y quedarse en el laberinto para siempre... volver a ti, escucharte, aunque sea en el día de tu pérdida, es ver esa luz en la palma de la mano, que unos pocos encendisteis para todos nosotros, los trabajadores del mundo.

Hasta siempre, hermana.

Codorníu.
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1 de octubre de 2009

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Estoy en una mesa, en un rincón donde sólo mis ojos murmuran frente a un espejo que vuelve profundo lo cercano. Me froto las manos como si las tuviera heladas. Sé que no es el frío del local, sino la ausencia de proyectos.

(El mar, distante como un eco ondulado me dice: Alcánzame mi copa, ¿quieres?)

Para sumirme en el olvido he abandonado las gafas en casa. A veces, no es suficiente para despistar a los recuerdos. Por eso me echo un colirio que agranda mi pupila y entro en tabernas desconocidas donde todo es ajeno. Se trata de una versión adaptada de aquello de vendarse los ojos y jugar a dar vueltas a la gallina ciega.

Es inútil, no obstante. Harto de las mareas previsibles, vuelvo la cabeza hacia el lado contrario: tintineo de estribos que el viento arranca a un galopar sobre las dunas de Corrubedo. Las manos tapando los oídos, aún me llega -desde mi infancia remota- el olor de un candil de parafina. Y con el olor, esa expresión perpleja que me venía en los genes.

Las metamorfosis siempre son lentas.

Codorníu.
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26 de septiembre de 2009

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Primero los jóvenes trepan, como las viñas, por los melancólicos soportes de sus mayores, que se complacen en sentir sus dedos suaves y tiernos.
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Luego los viejos se apoyan en los hermosos cuerpos de los jóvenes para
descender a sus propias muertes"

Lawrence Durrell, Balthazar.

Amaneceres suaves de otoño junto a los arcenes de la carretera. Silencios y cafés de gasolinera abierta, partidas de ajedrez, de cartas; rostros desconocidos. Palabras sueltas como restos impares de una zapatería de barrio. Monosílabos.

El tiempo simplemente transcurre.

Al regresar a casa me olvido del nombre y el lugar. Me confundo de calle varias veces. Todo a propósito para escapar del joven que trepa por la pared de un pozo. Cada mañana, afeitándome frente al espejo, siento como cae de nuevo abajo, al fondo negro e invisible de los viejos anhelos.

No sé por cuanto tiempo.

Codorníu.

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24 de septiembre de 2009

Extravío de pálpitos apresurados. Mis dedos ya no cuentan los días que faltan para vernos, ni mi mente imagina tocar los colores azules de tus hierros. Amarga en mi boca el sueño de una posible cita en la estación de Atocha sin ninguna esperanza. Tan sólo llevo cuentas de los insomnios, certidumbres que odio y apago lentamente en el cenicero.

En las camisas de cuadros como aquella, ya sólo veo ventanas cerradas como nichos. Las bandadas de aves, cuando se marchan, me dejan en la ventana un diccionario de silencios inmensos. Me pierdo entre los rostros lánguidos de nuestros amigos comunes en los aniversarios, entre los cuerpos cómplices de un sinfin de emociones subterráneas. Y aún años después, toco mi cuello para escuchar mi corazón, y la yugular acaricia mis yemas como nunca lo hizo.

Me sentaré otro otoño, amigo, en el sillón mencionado por Shiki; donde las agujas de pino esparcidas de aquel haiku dieron tanto sabor a nuestras conversaciones. Y luego me dejaré llevar de tu mano a Cabo Verde; porque sin ti no hubiese conocido a Cesarea Évora, y su música, y las premonitorias saudades que me vaticinaba.

Demasiados recuerdos revueltos, imágenes, añoranzas, amaneceres atrapados por Malasaña recorriendo todo aquello como vagabundos, sin señales precisas, sin rumbo, sin destino. Hoy soy un ángel preso que guarda sus sueños en una caja que pone “Aquel otoño” y los suelta como palomas para que se los lleven hasta sus bolsillos de nidos olvidados aquellos castaños de El Tiemblo que tú tanto amaste. Nidos vacíos de los que hablamos tú y yo tantas veces (mientras pudimos hacerlo), a caballo de palabras transparentes, suspendidas en el eco confidente de nuestras cosas.

Había que darse prisa y lo hicimos. Vinieron a buscarnos -tomaron la calle equivocada en mi caso y pasaron de largo-; pero tú estabas en casa esa noche. Con nostalgia, te extraño, amigo. Porque a veces no sé como soy sin tu espejo. En nuestro camino, la gran suerte de conocernos de corazón a corazón, como dicen los maestros de zazen japoneses; amparados en las sombras lunares de Pink Floyd, por ejemplo.

A veces me despierto -lo confieso- y tengo que escribir. Pero sigo sin saber dónde estoy.

Codorníu.

23 de septiembre de 2009

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Otoño en la ventana;
no es que atardezca:
es que la lluvia es noche.

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Le dolía a la altura del esternón, por debajo de la camisa de cuadros. Son los gases, decía. Y se llevaba la mano al centro del pecho, a un lado del bolsillo, donde el paquete de ducados abultaba una tetilla intrusa. De cada cien veces, cien estaba en lo cierto. También, en ocasiones, el brazo izquierdo se quejaba de oficio. Iba, según él, apareciendo con la edad, anticipando el anunciado tema de la artrosis. Tenía buen ojo clínico. O demasiada suerte hasta aquella noche, cuando todos llegamos tarde a sus llamadas.

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Al entrar el otoño, se me empañan los ojos y las palabras mueren. Se vuelven cajetillas crujientes, ruidos de pergamino. Es muy difícil entender estas cosas. Comunicarlas. Mi corazón, que no se cansaba de pisar hojas secas caminando a su lado, siente por estas fechas, desde entonces, una daga de hielo pegada a la garganta…

Codorníu.

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21 de septiembre de 2009

Fui un privilegiado. A veces lo digo, me lo digo, porque sé que le viene bien a mi mente recordarlo. Nadie estuvo tan cerca. Ni siquiera Chumpéter, que recorrió su cuerpo mientras yo zigzagueaba por su alma como una zarza ardiente para ver como se teñía el pelo de todos los colores. Supongo que hubiera querido ocupar mi lugar (y yo el suyo) sin perder lo que ya por error teníamos como nuestro.

Nada más lejos. Saleta salía y entraba de nuestras vidas sin dar tregua apenas a mis cigarrillos. Entonces yo la criticaba ese encanto burgués, ese limbo donde felizmente fumábamos todos; ese desparrame ideológico, que me hacía libre ya de morir sin complejos, porque ella encantaba mis serpientes y otras cosas absurdas que aún me habitan.

En aquellos momentos -recién llegada de Cabo do Anxo- tomábamos café (ella me inició en el arábica de Costa Rica que le trajo un indiano) a sorbos calientes y sensuales. A mí me parecía un derroche lo que gastábamos en aquella buhardilla imitación Montmartre. Luego, salíamos a la calle, nos enfrentábamos a la cruda realidad de Lavapiés, y nos echábamos miradas escandalosas de mesa a mesa recostados en aquellos respaldos de terciopelos carmesíes del Comercial, a expensas de lo primero que se nos ocurría escribir en servilletas hechas bolas. No nos pedíamos discursos. Bastante nos habíamos estrellado contra el suelo para vendernos motos.

Aunque ya nadie enciende fósforos, entonces sí lo hacíamos. Nos quemábamos las yemas agotando nuestra presencia con los ojos. Por suerte, no sabíamos lo que era un móvil y pasábamos ampliamente de los policías de paisano que ocupaban las mesas de enfrente.

Codorníu.

20 de septiembre de 2009

Se atribuye a la escuela una culpa que tiene toda la sociedad. Luego, se vuelven los ojos hacia la sociedad para que se diluya toda responsabilidad, y el desastre quede en el anonimato. Se dice que los padres han hecho dejación de sus funciones. Aunque yo sólo veo trabajadores agotados que deambulan al regresar a casa como idos... perdida toda seña y sentido de identidad.

Al parecer, ya nadie quiere señalar al modo de vida que el sistema económico impone a las personas. Eso que eufemísticamente se ha dado en llamar "Los mercados" es el auténtico responsable del naufragio. Inútil análisis éste, y más inútil aún soñar con otro mundo... ¿Para qué hablar de metas imposibles, verdad? Sin embargo, todos sabemos que lo que está fallando es el motor.

La ambición, ese afán de enriquecimiento individual, lo ha impregnado todo con su mugre negruzca. El que pueda, que suba lo que pueda hasta donde le llegue el oxígeno. Ah, eso sí; por favor, cuantos menos mejor. Mientras, abajo, como dice Toro: Nos estamos comiendo los unos a los otros como caníbales.

La solidaridad, la compasión o el amor quedan para cuatro quijotes locos. No es moneda corriente que admitan los mercados para jugar a ser seres humanos.

Codorníu.

19 de septiembre de 2009

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Estamos ante un problema gordo-gordo: la berlusconización de la vida.

La basura, vende. Las malas noticias, venden. El miedo, vende. Da igual que sea la tele, la prensa o la radio. Todo este veneno hace engordar los medios. Parece una carrera contrareloj contra la ética periodística. La libertad -en este campo- es una irresponsabilidad absoluta, explicable sólo por la vorágine de hacer negocios y amasar beneficios.

No me parece mal que prohíban fumar en los locales públicos. Entiendo ese recorte de libertades en aras del bien común. Sin embargo, es infinitamente más dañino para el ser humano este bombardeo mediático que destruye a diario nuestras mentes.

Los niños crecen en medio de ese estiércol. Nadie corta la pescadilla que se muerde la cola. La empresa que no juegue ese juego, entraría en pérdidas de inmediato. Digamos que la gente ya es adicta al veneno. El famoso tango (Siglo XX, cambalache) se quedó corto hace mucho.

Codorníu.
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Aunque amanezca otoño en los cristales, yo sigo vendimiando. Para algunos quizá sólo sea un verbo. O un sustantivo: septiembre. Para mí es un sinónimo de andar cortando (por unas pelillas) racimos en Francia en los años setenta. Tal vez, como buscar el fuego, la caza, o una cueva al abrigo. ¿O es que ha cambiado algo?

En aquellos momentos, yo no pisoteaba el escobajo. Pisotear es un símbolo que no me gusta ni siquiera de lejos. Un verano trabajé en un chiringuito de playa y ahí comenzó todo. El jefe les despedía el 31 de agosto, y con esas se iban a vendimiar al otro lado de los Pirineos. Me monté en un camión para emigrantes españoles; hoy, olvidados, y no reconocidos en el otro: el boumerang que vuelve.

A lo tonto regresan los recuerdos, junto a las uvas donde salían todo tipo de cantes. Mi mes de septiembre -ése que me iba a Francia- era para mí, el mes de vacaciones en el banco. Yo no iba por las pelas, ya cobraba doce meses de doce.
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Mi juventud se desangraba camino de París, que seguía siendo una fiesta. Qué mierda que todavía alguien me adorne el presente fugitivo donde yo ya no soy nadie.
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Codorníu.
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16 de septiembre de 2009

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Septiembre es un mes de transición. Un mes no apto para las prisas. Las ruedas tienen aún algo de cuadradas y los hemisferios cerebrales siguen deshaciendo nudo a nudo los cordones de sus zapatos. Debería ser un periodo suave, sin cambios bruscos, sin carreras. Como cuando atardece por la ventana del parque. Me apetece verlo así. El alma manda sobre el calendario.

Codorníu.



12 de septiembre de 2009


Azules... Mira que hay azules asomando por encima de tu hombro dorado y del hombro de la montaña, incluso antes y después del horizonte de tus ojos...

Este verano me quedé sin ver el mar, tuve que mirar al cielo de internet, y ahí siempre había alguien. ¿Acaso no es ése el mejor de los azules?

Cuando estaba nublado -con una de esas tormentas de calor-, volvía mis ojos a una piscina que tengo debajo de la ventana. Si estaba salpicada de bañadores chillones y cuerpos color carne (que era lo más normal), entonces miraba un barreño azul de plástico, que utilizo para lavar las hojas de lechuga.

Desde la "intifada" de Pozuelo me niego a ponerme un Lacoste que tengo azul clarito. Igual esta noche lo dejo junto a los cubos de basura para que lo recojan los cascos azules de la ONU, que -dicho sea de paso- tampoco me surlibellan lo más mínimo.

En realidad, me consuelo con mucho menos: los contenedores de papel y cartón también son de ese color tan divino y se llevan lo mejor de mí mismo. A qué nivel han llegado los becerros de oro de esta sociedad cuando a mí me "ponen" más estos ortoedros de papel.

Codorníu.

(Ah, la canción es para dos amigas: Calma e Inuits... Para que vuelvan; porque solos no somos nadie... y lo sabemos)

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7 de septiembre de 2009

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"Los viejos sueños,

eran buenos sueños.

No se realizaron;

pero me alegro

de haberlos tenido".

Clint Eastwood, Los puentes de Madison.

...Cuando en el fondo de la charca se ve una lata vieja y oxidada, una bota con la suela enseñando los clavos, una llanta de bici abandonada y semihundida en el fango...

(...Aunque uno sabe que también la charca acoge las nubes que pasan por el cielo, las aves que emigran en bandada; el rostro del que mira la lata, la bota, la llanta... y el espejo precioso...)

...Parece llegado el momento de darle un descanso a estos renglones. Poner un poco de paz entre loquesé y loqueveoysiento; recordarle a ese ramillete de yoes que me sueñan, que todo está abierto y disponible como la arcilla sin forma en el taller del mundo; que no es cierto que lo que espera -al otro lado del presente- es predecible por mucho que la rutina mental se empeñe. Que aún existe una mano tendida a la sorpresa, a la equivocación y a la magia.
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Codorníu.
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6 de septiembre de 2009

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Botellas vacías de albariño casero. Tubos (improvisados al azar) de un órgano tocado por el viento. Eso queda tan sólo.
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Brincando dunas, llegan a mi ventana ideas o palabras similares; sólo similares, nunca iguales.

Por detrás del horizonte, elevándose, un grupo de estrellas anónimas (apátridas del cielo, como fuimos nosotros) se asoman a mirar tímidamente, por si pueden ir saliendo sin peligro.
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Sus ojos alargan un resplandor con vocación eterna de princesas marinas, descuelgan trenzas de plata que iluminan nubes en horas bajas sin forma conocida; nos visitan para invitarnos a trepar aprovechando un parpadeo, un breve acontecer en nuestra vida; algo que, sin embargo, nosotros queremos que cruce muy despacio como los gusanitos de luz en las veredas. Parece que estemos hablando de las mismas emociones de antaño... Pero no.
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Tal vez, si acaso, cuando todo sea del color de los mitos, se atrevan a acercarse. Verán, entonces, que aquí hubo un ruido de fondo del que poco o nada quede ya a esas alturas. Ellas, que duran mucho, quizá contemplen los mismos escenarios…

Pero no.
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Codorníu.
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4 de septiembre de 2009

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Quién sabe si éramos nosotros.

De aquellos septiembres, apenas quedan hoy reflejos en la loza manchada por el vino. Ni rastro de las rosas.

Unos dedos -que ya han dejado de vendimiar hace décadas- marcan un número donde no hay nadie nunca.

Mi cometa se eleva buscando un ave perdida: alas abanicando el pasado (algo que no es nuestro, sino suyo), ojos que pasan y repasan, labios húmedos, sueños.

Oídos que llevan y traen risas, carreras, música del vecino... o simplemente ruidos, que cambian de sitio en pos de algún recuerdo abuhardillado.

Renglones cansados...

Codorníu.

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30 de agosto de 2009

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Me despido de las últimas estrellas.
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Es la hora de los faroles,
recortándose -entre lusco e fusco-
contra la mortecina luz del horizonte.
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Con las sandalias en la mano,
voy desandando las pisadas sin rumbo
como si junio jamás hubiera sido.
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Lo que me cabe,
ya sólo cabe en sueños.
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Codorníu.
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23 de agosto de 2009

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Gastón apuró aquel vaso de agua como si viniera de un desierto. Estábamos en verano, hacía un calor de muerte y salía de una habitación irrespirable. Parece que le estoy viendo con el pelo blanco de yeso, de polvo de la radial, de pintura…

Quién sabe las obras de pladur que habrá hecho después de la mía, los armarios empotrados que habrá vestido, los techos y paredes pintados, los pisos solados, los baños…

Sus hijos ya serán mayores, y la cuna que le pasé para la pequeña habrá cambiado de manos, dando relevos a ese motivo invisible que me surgió de dentro cuando conocí un poco de su vida.

Cada noche, cuando terminaba de trabajar haciendo remates en mi casa, nos sentábamos en torno a una botella de vino a la espera de que aflojase el calor de aquel agosto, perdidos los dos en la década de los ochenta. En seguida me di cuenta que no era un tipo corriente. No lo digo sólo porque hablásemos de Jung, Viglietti, la Gestalt… sino porque me decía con la mirada el resto.

Circunstancias (que nunca salieron en la conversación) le asignaron sin remedio ese papel gris para sacar a tantos hijos adelante por encima de todo, incluso de sí mismo.

El próximo día 24 de agosto, Gastón -ojalá sea en Montevideo-, saldrá a cenar y a bailar y a gozar… esté donde esté.

Y no me cabe la menor duda que al día siguiente celebrará su independencia y la de su país, por derecho propio.

Codorníu.

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21 de agosto de 2009

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El último día, antes de morir, nos emborrachamos Saleta y yo en un banco de madera del andén. Eran nuestras últimas horas juntos, y los dos lo sabíamos. Cuando llegó el tren, tuvo que cruzar la vía sin billete, deprisa y corriendo.
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Lo que aconteció -no soy muy de pisar uvas- ya está escrito y contado. Las sorpresas, como su nombre indica, me van atropellando. Digamos que tengo los oídos taponados. Que ni siquiera me llegan los potentes pitidos del maquinista, a pesar de que nací en esta estación, y que Buster keaton (el inexpresivo "Cara de piedra"), es testigo de que en ella he permanecido todos los años de mi vida.
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Si al otro lado de la sala de espera hay una carretera que lleva a un pueblo, o las casas y las calles están aquí mismo, es algo que ignoro. Tampoco sé por qué Saleta, en aquella ocasión, se bajó precisamente en esta parada, y no en otra. Por qué estuvo un tiempo (unos cuantos años) a mi lado, en este banco. O por qué tuvo que cruzar las vías (este día del que hablo) para coger un tren que pasaba en dirección contraria, y marcharse del laberinto sin mí. Dan escalofríos sólo de pensar que también yo tendré que irme de este andén de la misma e inexplicable manera.
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Aquí, todo es así: inexplicable. Como un ir y venir de trenes. Un estar, únicamente, para verlos pasar. Como si ésa fuera la función primordial: ser consciente, darse cuenta, conocer... eso es todo.
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... Ver a algunos (muy pocos) detenerse... luego seguir.
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Codorníu.
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18 de agosto de 2009

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Recuerdo el día que fuimos a ver juntos “El pájaro de la felicidad”, un guión de Mario Camus que llevó al cine Pilar Miró.
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En especial, lo recuerdo por la salida del local; Saleta era muy de enmudecer cuando una película la había roto por dentro...
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Esa noche no quise dejarla sola. Al llegar a casa -como me temía- se fue derechita a por el poema de Ángel González con el que termina la última secuencia en aquel rincón apartado de la Isleta del Moro. Lo estuvo buscando en silencio, sin prisa, mientras yo entraba y salía de la estación de su pelo haciendo el menor ruido posible.
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Cuando vio que por fin paraba quieto, cerró el libro, alargó la mano y me lo pasó. No estaba cerrado del todo, me di cuenta al abrirlo. Había dejado de marcapáginas un lápiz de carpintero de los que usaba yo para mis notas de cocina.

"Añorar el futuro que no existe
es aceptar la vida despojada
de sus días mejores,
y vivir es igual que haber vivido
ya, sin que ese haber vivido
suponga -por desgracia- estar ya muerto".

(Hoy me he dado de bruces con la estrofa allí subrayada, porque han vuelto a poner la película por la tele. De aquella noche -como de todo- me quedan ya pocas cosas. Sin embargo, conservo el lápiz -intercalado en esa página- como un recuerdo que aún retiene el polen de sus dedos)
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Codorníu.
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16 de agosto de 2009

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Cristóbal Colón regateaba con su tripulación cada día. “Tranquilos, que ya falta poco”, era su dribling preferido. También mandaba yo esos mensajes a mis intranquilos mundos internos a lo largo del viaje en tren hasta la Puerta del Sol y la consiguiente subida a la superficie a través de dos tramos altísimos de escaleras mecánicas.
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Cuando al fin crucé la plaza Mayor, me vi recompensado, y así se lo hice saber a mi cuerpo con una limonadita bastante bien lograda que me tomé en la Cava Baja, en un puesto en la calle. Con el vaso aún en la mano, llegué a la carrera de San Francisco justo a tiempo de ver pasar La Paloma (el cuadro). Por cierto, que -con lo bonito que es y el ambientazo que siempre tiene esta procesión- creo que debería llevarse a hombros, no sobre ruedas, que parece que en Madrid vamos de señoritos.
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La imagen iba precedida de un puñado de bomberos en formación, que parecía que los habían escogido. La gente de este barrio, que no se corta un pelo, aprovechaba para decirles de todo. No podría repetir las ingeniosas baterías de piropos que escuché en poco menos de un minuto. “Tío bueno, macizo, guapo” es lo más escueto que les repetían a cada metro que avanzaban. Incluso cuando estaban parados: ahí, más todavía.
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Cuando conseguí pasar al otro lado, recorrí la calle Calatrava y constaté que aún quedaban bares de los de toda la vida donde tomar una segunda limonada. Sin embargo, no hallé ni rastro de aquellos puestos de partidos políticos ni asociaciones de vecinos, etc. que había en mi juventud, y que tanto ambiente reivindicativo daban en la época del alcalde don Enrique Tierno. Eso sí, muchísimos mantones de Manila por los balcones: cada vez nos parecemos más al Corpus de Toledo.
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Dicen que el personal está de vacaciones, pero no se podía dar un paso. Así que tomé por la calle de La Paloma, donde apareció el cuadro, y entré en El Atril, un bar de los de siempre, regentado por un asturiano y un cubano. Como puede deducirse, la limonada hecha por un cubano puede ser de traca en mi caso. No podía dejar pasar esa oportunidad. Claro que tampoco iba a salir de allí sin tomarme un daikirí, cosa con la que rematé y con la que me pilló de nuevo el cuadro de La Paloma que regresaba a su iglesia después de procesionar por el barrio. Desde la puerta del bar, pude comprobar de nuevo que los “piropos” a los bomberos resonaban como trabucazos a medio metro, dado que la calle es más estrecha, y las distancias, cortas.
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De vuelta a Sol miré el reloj y pensé que aún me daba tiempo a pasarme por la calle de la Ternera, por un local llamado “Cuando salí de Cuba”, y allí me dirigí. Dentro había un trío cubano interpretando en directo canciones de la Isla. El ambiente era tan bueno (parecía La Habana). que me sentí transportado, me acodé en un lateral y estuve un rato largo disfrutando.
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El tiempo debió correr a mis espaldas, porque al intentar coger el tren ya estaban cerrados los de cercanías. Me dio igual, hay cosas que te llevas por delante “p’a ti p’a siempre”.
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Que la vida es el único juego donde no se regresa a la primera casilla cuando te comen.