Yo
he nacido aquí como podía haberlo hecho en cualquier otro punto del globo, decía Saleta. Para
algo soy un ser racional: para saber distinguir un accidente de aquello que no
lo es. Eso decía.
Por mi parte, acepto esta convención de pertenecer a un Estado desde un punto de vista
meramente funcional -llevaría el volante a la derecha si hubiera nacido en
Inglaterra- y punto. Por otra parte, no voy a negar ahora que el roce hace el cariño. Admito, por obvia, la preeminencia de los sabores familiares, los cromos de la infancia, los
rincones queridos de mi pasado, los amigos...
Pero hasta ahí. Jamás lucharé
por una patria de más o de menos; porque sé que detrás de todas ellas sin
excepción hay un puñado de avaros con los ojos vidriosos, que nos ocultan sus verdaderos
intereses y visten con traje de domingo, por si cuela. Y aunque hay que reconocer
que cada vez se les ve más el plumero, ellos son hoy los que deben ser
felicitados: ciertamente son hábiles en despistarnos con chorradas, mientras sus andanzas se pierden en la oscuridad del pasado infinito.
Felicidades,
pues, a los que evaden impuestos, a los de las SICAVS y otros paraísos, a los que fijan la
residencia fuera de España a efectos fiscales, a los especuladores (ladrilleros
y bursátiles) que se han hecho de oro, a las financieras que se resisten ferozmente a aplicar la tasa
Tobin, a estas mismas entidades que reciben del BCE el dinero al 1% y se lo benefician en cuestión de minutos comprando deuda al 6% sin que llegue un euro a la economía real; a los que
timaron a muchos inocentes con ingeniería financiera de diseño; a todos los
testaferros, lacayos, camellos comisionistas y otros menudeos que les dejan los anteriores;
en fin, a todos estos que vuelven los ojos en blanco a España sólo cuando exigen ser
rescatados sin pararse a saber cuánto supone ese rescate de sufrimiento puro y duro para la gente
corriente.
Digo la corriente. Ya no hablemos de la cadena humana que sale llena de hollín del negro
túnel de los comedores sociales.
Codorníu.