30 de agosto de 2009

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Me despido de las últimas estrellas.
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Es la hora de los faroles,
recortándose -entre lusco e fusco-
contra la mortecina luz del horizonte.
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Con las sandalias en la mano,
voy desandando las pisadas sin rumbo
como si junio jamás hubiera sido.
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Lo que me cabe,
ya sólo cabe en sueños.
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Codorníu.
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23 de agosto de 2009

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Gastón apuró aquel vaso de agua como si viniera de un desierto. Estábamos en verano, hacía un calor de muerte y salía de una habitación irrespirable. Parece que le estoy viendo con el pelo blanco de yeso, de polvo de la radial, de pintura…

Quién sabe las obras de pladur que habrá hecho después de la mía, los armarios empotrados que habrá vestido, los techos y paredes pintados, los pisos solados, los baños…

Sus hijos ya serán mayores, y la cuna que le pasé para la pequeña habrá cambiado de manos, dando relevos a ese motivo invisible que me surgió de dentro cuando conocí un poco de su vida.

Cada noche, cuando terminaba de trabajar haciendo remates en mi casa, nos sentábamos en torno a una botella de vino a la espera de que aflojase el calor de aquel agosto, perdidos los dos en la década de los ochenta. En seguida me di cuenta que no era un tipo corriente. No lo digo sólo porque hablásemos de Jung, Viglietti, la Gestalt… sino porque me decía con la mirada el resto.

Circunstancias (que nunca salieron en la conversación) le asignaron sin remedio ese papel gris para sacar a tantos hijos adelante por encima de todo, incluso de sí mismo.

El próximo día 24 de agosto, Gastón -ojalá sea en Montevideo-, saldrá a cenar y a bailar y a gozar… esté donde esté.

Y no me cabe la menor duda que al día siguiente celebrará su independencia y la de su país, por derecho propio.

Codorníu.

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21 de agosto de 2009

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El último día, antes de morir, nos emborrachamos Saleta y yo en un banco de madera del andén. Eran nuestras últimas horas juntos, y los dos lo sabíamos. Cuando llegó el tren, tuvo que cruzar la vía sin billete, deprisa y corriendo.
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Lo que aconteció -no soy muy de pisar uvas- ya está escrito y contado. Las sorpresas, como su nombre indica, me van atropellando. Digamos que tengo los oídos taponados. Que ni siquiera me llegan los potentes pitidos del maquinista, a pesar de que nací en esta estación, y que Buster keaton (el inexpresivo "Cara de piedra"), es testigo de que en ella he permanecido todos los años de mi vida.
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Si al otro lado de la sala de espera hay una carretera que lleva a un pueblo, o las casas y las calles están aquí mismo, es algo que ignoro. Tampoco sé por qué Saleta, en aquella ocasión, se bajó precisamente en esta parada, y no en otra. Por qué estuvo un tiempo (unos cuantos años) a mi lado, en este banco. O por qué tuvo que cruzar las vías (este día del que hablo) para coger un tren que pasaba en dirección contraria, y marcharse del laberinto sin mí. Dan escalofríos sólo de pensar que también yo tendré que irme de este andén de la misma e inexplicable manera.
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Aquí, todo es así: inexplicable. Como un ir y venir de trenes. Un estar, únicamente, para verlos pasar. Como si ésa fuera la función primordial: ser consciente, darse cuenta, conocer... eso es todo.
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... Ver a algunos (muy pocos) detenerse... luego seguir.
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Codorníu.
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18 de agosto de 2009

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Recuerdo el día que fuimos a ver juntos “El pájaro de la felicidad”, un guión de Mario Camus que llevó al cine Pilar Miró.
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En especial, lo recuerdo por la salida del local; Saleta era muy de enmudecer cuando una película la había roto por dentro...
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Esa noche no quise dejarla sola. Al llegar a casa -como me temía- se fue derechita a por el poema de Ángel González con el que termina la última secuencia en aquel rincón apartado de la Isleta del Moro. Lo estuvo buscando en silencio, sin prisa, mientras yo entraba y salía de la estación de su pelo haciendo el menor ruido posible.
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Cuando vio que por fin paraba quieto, cerró el libro, alargó la mano y me lo pasó. No estaba cerrado del todo, me di cuenta al abrirlo. Había dejado de marcapáginas un lápiz de carpintero de los que usaba yo para mis notas de cocina.

"Añorar el futuro que no existe
es aceptar la vida despojada
de sus días mejores,
y vivir es igual que haber vivido
ya, sin que ese haber vivido
suponga -por desgracia- estar ya muerto".

(Hoy me he dado de bruces con la estrofa allí subrayada, porque han vuelto a poner la película por la tele. De aquella noche -como de todo- me quedan ya pocas cosas. Sin embargo, conservo el lápiz -intercalado en esa página- como un recuerdo que aún retiene el polen de sus dedos)
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Codorníu.
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16 de agosto de 2009

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Cristóbal Colón regateaba con su tripulación cada día. “Tranquilos, que ya falta poco”, era su dribling preferido. También mandaba yo esos mensajes a mis intranquilos mundos internos a lo largo del viaje en tren hasta la Puerta del Sol y la consiguiente subida a la superficie a través de dos tramos altísimos de escaleras mecánicas.
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Cuando al fin crucé la plaza Mayor, me vi recompensado, y así se lo hice saber a mi cuerpo con una limonadita bastante bien lograda que me tomé en la Cava Baja, en un puesto en la calle. Con el vaso aún en la mano, llegué a la carrera de San Francisco justo a tiempo de ver pasar La Paloma (el cuadro). Por cierto, que -con lo bonito que es y el ambientazo que siempre tiene esta procesión- creo que debería llevarse a hombros, no sobre ruedas, que parece que en Madrid vamos de señoritos.
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La imagen iba precedida de un puñado de bomberos en formación, que parecía que los habían escogido. La gente de este barrio, que no se corta un pelo, aprovechaba para decirles de todo. No podría repetir las ingeniosas baterías de piropos que escuché en poco menos de un minuto. “Tío bueno, macizo, guapo” es lo más escueto que les repetían a cada metro que avanzaban. Incluso cuando estaban parados: ahí, más todavía.
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Cuando conseguí pasar al otro lado, recorrí la calle Calatrava y constaté que aún quedaban bares de los de toda la vida donde tomar una segunda limonada. Sin embargo, no hallé ni rastro de aquellos puestos de partidos políticos ni asociaciones de vecinos, etc. que había en mi juventud, y que tanto ambiente reivindicativo daban en la época del alcalde don Enrique Tierno. Eso sí, muchísimos mantones de Manila por los balcones: cada vez nos parecemos más al Corpus de Toledo.
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Dicen que el personal está de vacaciones, pero no se podía dar un paso. Así que tomé por la calle de La Paloma, donde apareció el cuadro, y entré en El Atril, un bar de los de siempre, regentado por un asturiano y un cubano. Como puede deducirse, la limonada hecha por un cubano puede ser de traca en mi caso. No podía dejar pasar esa oportunidad. Claro que tampoco iba a salir de allí sin tomarme un daikirí, cosa con la que rematé y con la que me pilló de nuevo el cuadro de La Paloma que regresaba a su iglesia después de procesionar por el barrio. Desde la puerta del bar, pude comprobar de nuevo que los “piropos” a los bomberos resonaban como trabucazos a medio metro, dado que la calle es más estrecha, y las distancias, cortas.
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De vuelta a Sol miré el reloj y pensé que aún me daba tiempo a pasarme por la calle de la Ternera, por un local llamado “Cuando salí de Cuba”, y allí me dirigí. Dentro había un trío cubano interpretando en directo canciones de la Isla. El ambiente era tan bueno (parecía La Habana). que me sentí transportado, me acodé en un lateral y estuve un rato largo disfrutando.
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El tiempo debió correr a mis espaldas, porque al intentar coger el tren ya estaban cerrados los de cercanías. Me dio igual, hay cosas que te llevas por delante “p’a ti p’a siempre”.
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Que la vida es el único juego donde no se regresa a la primera casilla cuando te comen.

15 de agosto de 2009

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La receta auténtica de la limoná de La Paloma no es difícil de conseguir. Ésta que os voy a pasar es de primera mano, ése es el puntito que la hace personal y cercana.
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A lo largo de varios años (en la década de los setenta) despaché esta bebida en puestos callejeros por las fiestas. No hace falta concretar más, es de imaginar... eran otros tiempos y el cuerpo parecía de goma. Saleta y Chumpéter andaban por allí, como yo. Sirviendo vasos de limonada sin parar hasta altas horas de la madrugada.
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Équili cua:
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Para un litro de vino blanco se necesitan 4 limones, un palo (o rama) de canela, 4 cucharadas soperas de azúcar y un litro de agua helada (o sea, de hielo, vamos).
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Variantes admitidas: Se le puede añadir una manzana -no muy madura- en trozos, le da su toque. Otras frutas, no: la vuelven más dulzona de lo que tiene que estar.
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(Algunos no se quedan tranquilos hasta que no le echan un chorrito -una copita- de cointreau para dejarla a su gusto. Otros, prefieren poner vodka o, incluso, ron blanco. Uno de los tres; los tres, no. Aunque este detalle del alcohol se puede obviar)

Elaboración: El día anterior se dejan macerar las cáscaras de los cuatro limones, el palo de canela y el azúcar bien disuelto, todo en el vino. Pasadas las 24 horas, se añade el hielo directamente y se agrega el chorrito de alcohol según los gustos.
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Por último, se remueve hasta que enfría bien, y se sirve.
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¡De verbena, oiga!
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Codorníu.
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14 de agosto de 2009

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Lo de la patrona real de Madrid es todo un caso de implantación popular. Este fin de semana -que me perdone San Isidro, santo donde los haya, labrador y ejemplo de currante humilde, que también cuenta con una romería muy tradicional, así como un amplio repertorio de milagros (toma aire si estás leyendo en voz alta)- son las fiestas más bonitas de la capital. El ambientazo que hay por las calles de este barrio (no me refiero a conciertos u otras actividades colaterales, que eso es otra cosa) es para vivirlo en pleno mes de agosto donde –a pesar de lo vacía que dicen que se queda la ciudad-, sale gente hasta de debajo de las piedras con su vaso de limonada en ristre, su gorrilla de chulapo (a lo Ibrahim Ferrer) y su clavel rojo en la solapa.

Me estoy refiriendo a las fiestas de La Paloma, que sin ser la patrona oficial de la capital le ha quitado el ambientazo popular a la titular, la Virgen de la Almudena.

La Paloma, patrona (esta vez, sí) de los bomberos, es toda una institución en Madrid. Su culto arranca del siglo XVIII, donde -según la tradición- unos chiquillos habrían cogido de un montón de leña de una tahona próxima a su domicilio el cuadro de una Virgen de la Soledad en el que el anónimo artista tomó como modelo a una monja burgalesa. Al parecer este retablo pasó a ser venerado en un portal de la calle de la Paloma, de dónde vino su nombre.

No me atrevo a hacer un análisis del cuadro. Sé quien lo haría mil veces mejor que yo, de aquí a Lima.

Codorníu.
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13 de agosto de 2009

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Cuando dejó de soplar el viento (perdón: Cuando me enteré que había dejado de soplar), el futuro no tardó en tragarse todo. Maldita calma chicha.

Hasta entonces, hinchaba los “siempres” de mi vida surcando mares sobre un charco, un pilón o un estanque. Mi ombligo dio refugio a las pocas tablas de aquella escuadra invencible que mandé un día para luchar contra las circunstancias naturales.

En una de esas playas (qué más da) arribó un mundo de vaivenes. Milagrosamente, hallé uno que abría para fuera. Lo demás, sólo marcas de labios, sin fregar, abandonadas en la arena; sacadas del mar (una y otra vez, por la misma ola) a pocos metros de la orilla.

Marcas, al mismo tiempo borradas e imborrables.

Como Pessoa, finjo que escribo, finjo fechas, finjo. Todos los veranos emulsiono verbos en una piel a la que siempre llego después que el sol.

Este agosto me propuse deshacerlo al revés. De esta forma me he saltado los renglones peores.
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No hay desolación o desamparo que resista el ritmo de una bossa.

Codorníu.
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12 de agosto de 2009

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Cuando entro, el chino de abajo está solo. De fondo se oye muy bajito una tele pequeña que tiene medio oculta en un rincón del mostrador. De espaldas a ella, el chino de abajo fuma pensando en sus cosas: la misma ola rompe una y otra vez contra los acantilados verticales de su frente.
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Hasta la cucharilla con la que da vueltas a la taza se sabe de memoria sus pensamientos. En la calle sigue haciendo calor. Trepa por los dos escalones de la entrada, ni siquiera puede soportarse a sí mismo. Siempre atento, el enorme ventilador le gruñe. Le hace retroceder como a un perro al que le llueven piedras. El chino de abajo no quita los ojos de la puerta, asoman unas voces. Me quedo un rato a mirar cómo le piden chuches los niños y latas de cerveza los trabajadores rumanos de las obras. En verano siempre hay quien aprovecha para cambiar una pared de sitio o hacer un baño más grande mientras se va de vacaciones.
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Los niños se ponen de puntillas para llegar al mostrador. Si yo tuviera su edad me sentiría alto como la Luna. A su edad no se puede, se siente uno pequeño. Los obreros descansan en los escalones y miran al cielo mientras beben en silencio. Si yo hubiera trabajado todo el día bajando escombros, buscaría en que parte de mi vida está el trozo de Luna que falta por la noche.
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Me siento a su lado. Algo ha tenido que fallar en esto... es demasiado tarde para estar en otra parte.
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Cuando se van los niños (sorteando nuestras piernas), veo que uno lleva un chicle blanco pegado en el pelo azabache.
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Codorníu.
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11 de agosto de 2009

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Se supone que los padres estamos para guiar a los hijos: "No hagas daño a nadie, se buena persona; siempre que puedas, ayuda a los demás; aprende inglés e informática; si te pegan, defiéndete, etc. etc."

Cuando yo era pequeño, el día que tuvimos que elegir idioma el asunto me pilló como en todas: mirando al mar azul que se abría como dos alas inmensas que le salían al faro del acantilado… Ya casi ni recuerdo quién estaba a mi lado ese día. Los pupitres eran de a dos; un chico, seguro que era.

Nos dijeron así, de sopetón: O francés o inglés. El noventa por ciento fuimos a francés siguiendo la linde. Sólo los listos (entre comillas) escogieron inglés.

Con esto no quiero decir que me arrepienta de haber hecho francés. Siempre me pareció con diferencia mucho más dulce y sensual para el amor. Además, gracias a ese día hubo y hay una larga lista de satisfacciones en mi haber que me explican como individuo: Brassens, Leo Ferré, Jacques Brel, Moustakí… los impresionistas, los existencialistas, el Sesenta y ocho… Vamos, que yo no sería quien soy… ni sabría que el
bidet venía de un caballito… ni que chandail significaba un jersey utilizado por los vendedores de verdura.

Por otra parte, sin tener ni pajolera idea de la lengua de Francis Drake, he vivido y vivo bien; no me falta lo necesario, y siempre tuve trabajo y corazón, cosas que ahora constituyen casi un milagro.

Abrevio para no cansar: los hijos de los “listos” de hace cincuenta o sesenta años están ahora estudiando chino. Sí, sí: chino. Quien no me crea tiene la posibilidad de tirar del hilo y pensar porqué un idioma como el inglés –sin más defensa posible que la meramente filológica– se ha convertido en el “esperanto” del planeta.

Pues el chino, el idioma, por la misma razón hará el mismo camino. Ya lo está haciendo...

En Bolsa se dice: “
Compra cuando todo el mundo venda, vende cuando todo el mundo compre”. Una lástima que no vivamos cincuenta años más para recoger el dinero de las apuestas.
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Pepe.
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10 de agosto de 2009

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Todo lo que cuento es cierto. No hubo agosto en mi vida con más postales imaginadas que éste. Sólo se oye el claqué de mis suelas por la casa. Ni siquiera aquella tablilla histórica del parquet pudo mantener su clic hasta finalizar el curso. Tampoco la manivela del toldo ha rozado una sola vez la barandilla. Para eso, para poner en su sitio a un objeto perturbador (un tic tac, por ejemplo), haría falta mucho más que una buena tormenta de verano.

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Ahora que he reparado el ruido de la secadora, la hecho de menos. Siguiendo su ejemplo, es una suerte no tener que llegar a ningún sitio... bastante geografía hay ya dentro de uno. En palabras de Yupanki: "El hombre está donde quiere muchas veces y no lo sabe".

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Según a qué horas, no hay nadie en esta ciudad y hasta parece humana. Qué pena que tenga que desaparecer la gente para que un núcleo pueda recuperar su rostro amable, sin crispación. Sería otra cosa, no hay duda. Estas ampollas que tengo por dentro no las hacen las casas, los edificios, las callejuelas ni los puentes para curzar la carretera...

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La maldita tensión se fue a la playa con todos.

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El híper (las multinacionales) es lo único que resiste. Bueno, y la piscina de abajo, la que abren a las once y media. A esas horas -cuando la miro- me evoca los dos azules, el del mar y el del cielo. Incluso puedo ver las dunas. Luego, ya es otra cosa: hay un crío pequeño que le están obligando a nadar y se pone a morir en el agua. Entonces no me queda otra que estanquear las ventanas para no salir a malas con la madre. Ella no sabe que los gritos de angustia siempre me rajaron el alma.
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Ayer tuve que hacer cosas a media tarde. Crucé y crucé, y todos los semáforos es como si estuvieran en verde. Se han marchado los que pueden hacerlo por motivos dispares. Las tiendas (las abiertas, claro) hacen un horario especial de verano; nunca se sabe cuando abren. Ruleta rusa urbana...
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Con salir a la calle cada día, ya me he ido de vacaciones (con la mente) y he vuelto. Es barato.
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Me van llegando postales como dosis. Tal vez, como mascarillas de oxígeno que no me hacen falta en absoluto. Hoy, sin ir más lejos, recibí una de las de verdad de mi amigo Carlos, de La Paz. La postal -contaba con ello- era del Machu Pichu. No soy adivino, pero lo tenían tan a mano... Están un poco hartos de turistas... la gota del mar un poco harta del mar. Me imagino aquellos caminos del inca como el metro en hora punta... allá arriba... tan alto...
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(Me lo dice ya él... no fuera a pensar yo en un paraíso)
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Hoy estuve todo el día leyendo en mi habitación, que es donde se sueña mejor si uno no está acunado por las olas a la orilla del mar. Sé que no hago daño a nadie por embestir molinos agazapado tras los cristales. Ya el aire acondicionado -como la libertad- se cobrará factura.
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De algo hay que morir, pero esta vez no será de estrés.
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Y desde luego, me alegro que agosto no se acabe.

Codorníu.
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9 de agosto de 2009

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Hoy me ha contado Chumpéter una confidencia: cuando salía a tirar la bolsa de basura o regresaba de buscar bolitas de papel por los mostradores, veía luz en la ventana de Saleta. Se fijó en que muy cerca, casi al pie, había un container de vidrio con forma de campana. En varias ocasiones, probó con eso. Se llevaba una bolsa de botellas y las iba soltando una por una, con lentitud exasperante. Las echaba y miraba hacia arriba, a renglón seguido de oír el "catacrash".

Nunca le dio resultado. Eso no quiere decir que Saleta no pisara la calle. Entre nosotros se mantenía la costumbre cruel (y mágica) del "encuentro" fortuito heredado de aquellos años irrepetibles en Almiya, cuando -de forma inesperada- emergíamos por detrás de las dunas, en la playa.

Y si no, en el bar del puerto... detrás de unas botellas de albariño casero.

Ahora, en verano, en esta ciudad crispada, cuando el camión de la basura se detiene a pocos pasos de su ventana, Chumpéter me dice que se asoma para ver si es ella la que le devuelve ese intento de forzar una cita.

Me quedo en silencio.
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(Pienso: A Chumpéter se le derrite la sesera)

Después, aprovechando que me mira -y consciente de que me está leyendo el pensamiento-, termino por negar con la cabeza.
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Esos ruidos con el motor del elevador son desquiciantes, le digo, Saleta no elegiría un símbolo tan espantoso.
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(Y puse una cara como si hubiese visto un crimen)
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Codorníu.
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7 de agosto de 2009

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Chumpéter y yo somos lo que siempre fuimos... dos calcetines impares colgados de un sueño imposible: que la mano de Saleta viniese un día a recogernos y quitar las pinzas de colores que nos sujetan.
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Nuestro limbo es así: un impasse entre el cielo y el suelo, con ventanas que trasnochan y se turnan para ahuyentar la oscuridad de su ausencia, hasta que amanece.

Desde su muerte, hemos sido azotados por los mismos vientos y compartido las mismas inclemencias. A
hora, por ejemplo, nos quemamos al sol, nos retorcemos, nos ponemos duros y arrugados como cartones…

Nuestras miradas se cruzan sin hablar ¿Para qué, si todo lo que tenía que pasar ya ha pasado? Tan sólo cantamos a dúo cuando nieva… o cuando empiezan las riñas de otros y no queremos oír…
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(Ah, y también si snifamos el olor de alguna comida que nos gusta… humm…)
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En la cuerda que une ventana con ventana de la casa del hombre que escribe con tinta verde hay más prendas de ropa. Pero sólo nosotros parecemos banderitas de oración tibetanas que nadie retira hasta que venga ella.

Mientras tanto, da gusto escuchar juntos los sonidos naturales del patio: el batir de los huevos en los platos, el chirriar de las garruchas al tender, algún miau que otro porla noche, o los saltitos de los gorriones que se posan por los canalones y las bajadas de zinc cuando ya se consolida la mañana.

Todo es acostumbrarse.

Codorníu.
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5 de agosto de 2009

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En qué fase de la crisis nos encontramos será algo que se acierte a posteriori. Por lo que sabemos, estos temibles ciclos económicos pueden ser de tres clases: Ondas largas, medias y cortas. También se los conoce por los nombres de los economistas que más se han distinguido en su estudio: ciclo de Kondratieff (50 años), de Juglar (10 años) y de Kitchin (40 meses). La recopilación de todos sus trabajos fue llevada a cabo por Joseph Alois Schumpeter, uno de estos genios a los que siempre se vuelve cuando no se entiende algo sobre las crisis del capitalismo.

Precisamente de él y de sus gráficos estaba hablando el joven del sombrero de peregrino en su primer encuentro con Saleta cuando ésta rompió a reír mientras comían en aquella tasca de Santiago.

...Y con Chumpéter se quedó para siempre.
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Su verdadero nombre se lo llevó el viento con el contrato de alquiler del faro, y sólo el hombre que escribe con tinta verde parece soportar el peso de tantos recuerdos.
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4 de agosto de 2009

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"Y ahora que nada soy,
soy pues el hombre

A su regreso a Santiago, Saleta esperaba encontrarse de nuevo con todo aquello de lo que había huido. Había tomado la decisión una noche que Yailene le dijo al oído que así como asumía los riesgos, también destejía los mitos cuando rodaban por el suelo; que aquello por lo que un día había venido a Madrid estaba muerto de antemano. Tan intuitiva como siempre, venteó el olor a estancado sin tener que quedarse para ver lo que había al otro lado de la dictadura. Lo que no sabía es que le aguardaba una barca que -como ella- había regresado sola, y un libro con una frase subrayada. Con eso no contaba.
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Chumpéter tampoco llegaría a tiempo muchos años después. Por eso me lo dio todo a mí: los papeles, las fotos... Hoy, por una de esas limpiezas que lo ponen todo patasarriba, ha terminado en mis manos el libro. Aún se conservaba tal cual, con sus pastas salpicadas de chorretones por la blancura del salitre reseco; con el calendario del Dépor que hacía de marcapáginas, parando el tiempo en dos -su mar Rojo particular- para que los ojos se nos fuesen a los renglones de Sófocles subrayados a mano por su padre.
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El destino me depara ahora la fortuna de leer directamente la cita. Creo que ni él mismo sabía el alcance testamental que le dejaba a Saleta a través de ese hecho.

Una vela apagándose; otra, aún entera, encendiendo su cabo con ella.

Codorníu.
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2 de agosto de 2009

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P. ¿Qué queda de aquel chaval?
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R. Queda mucho. Queda la ingenuidad, las ganas de cambiar el mundo, de luchar por las causas perdidas... El tiempo te matiza todo eso, pero queda mucho de aquella persona.

(Entrevista a Lorenzo Milá con motivo de su último telediario en TVE-1, el pasado viernes)
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Saleta trataba de pensar con el corazón. Algo tan absurdo como sentir con el cerebro. Estaba harta de empatar, de no aclararse, de no ver brillo alguno entre el puré espeso del presente.
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(...O dirige uno o dirige el otro, decía en una de sus cartas, pero el corazón no debe mandar; lo único que debe enviar son señales. La razón no puede ser la encargada de señalar. Sólo debe buscar los medios, el camino, nunca la meta)
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Por eso cuando recibió aquella señal no lo dudó un instante. Hizo la maleta hasta reventar, cerró la puerta de su casa en Santiago y cogió el primer expreso que guiase lo más recto posible los latidos de su corazón.
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Corría el año 71 cuando buscó con la mirada el perfil de hombre nada más salir de la estación del Norte. Saleta llevaba un traje viejo a lo Bonnie and Clyde y, en la mano, según las instrucciones, el periódico vespertino Madrid.
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(...Era un día de septiembre. Lo recuerdo perfectamente por la portada, escribía, porque anunciaba la muerte de un obrero de la construcción de treinta y tres años por disparos de la policía, mientras informaba a sus compañeros en una obra en la carretera de Leganés a Getafe. Pedro Patiño Toledo se llamaba. Con el tiempo, pusieron su nombre a un Centro de Formación Profesional por esa zona)
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El contacto parecía una escultura de bronce, moreno, de mediana edad; inmóvil sobre un taburete, con un sombrero de paja a juego con los botijos que vendía. Atendía su puesto y un puesto de vinilos cercano (éste, sin toldo), solitario a la sombra de unos plataneros, arriba, al final de la cuesta de San Vicente.
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Todo coincidía.
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Saleta fingió interés por algunos discos en espera de que algo, por dentro, le diera con claridad el placet. No sin cierta precaución, al cabo de unos minutos, se dirigió a él:
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- Quiero lo último de Yailene.
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Cuando estuvo segura de que nadie la seguía, se adentró con el álbum bajo el brazo en los jardines de Sabatini. En un banco, desgarró la funda con cuidado y recortó con los dedos el número de teléfono que venía escrito con unos guarismos minúsculos en la parte interior del cartón.

Luego, más tranquila, tras deshacerse de todo en una alcantarilla, se terminó de leer el periódico en una terraza de la plaza Mayor, sin sospechar que el Madrid sería clausurado definitivamente dos meses después y, al año siguiente, dinamitado el edificio para que no quedasen restos.
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Como en Cartago.
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Codorníu.
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