18 de enero de 2016

Somos símbolos, que habitamos símbolos.
            Ralph W. Emerson

La soledad levanta olas enormes, salta distancias infinitas, remueve los fondos limosos del pantano. Hay mucho tiempo para leer y releer esos renglones a mano del corazón, que testifican la insensatez repetida en mil ocasiones, hasta soliviantar emociones que parecían escondidas y olvidadas. A veces no me atrevo a seguir, me muevo por la linde, midiendo mucho; precavido, desconfiado... Consciente que, como decía Saleta en una de esas raras ocasiones en que salía de su mutismo, la verdadera presencia solo se valora a través de la ausencia. Como siempre, la puñetera, pegándose a la piel de mi memoria como el salitre.

Hoy se me empaña la vista ante el retrato sepia de nuestras vidas, cuando ya cada vez va siendo más evidente que no puedo hacer nada. Tampoco antes podía, sin apenas vida real a qué engancharme, como ahora sospecho. La posibilidad de que mi persona se fragua con la misma naturaleza que los sueños es un pensamiento reciente. 


¿Qué puedo hacer ahora salvo entregar mi yo a lo que surja de este lado del espejo donde la existencia es sin forma?                               

Codorníu.

2 de enero de 2016

Han pasado cerca de cincuenta años. Supe de Cortázar por un compañero del curre, el día en que ambos entramos juntos de botones en el sesenta y ocho. Eran otros tiempos, y la memoria no afina tanto como quisiera. Pero las emociones son otra cosa: lo retienen todo, las muy putas. 

Parece que estoy viendo la sonrisa de Charly, este compa del curre, en el momento en que me pasó Rayuela, un día que fuimos a ver “Sacco y Vanzetti” (Giuliano Montaldo, 1971) en una sesión histórica; al menos para mi generación, que se lo leía y se lo veía todo. 

¿Serían las Cuatro y diez de la tarde, aquellas de las que Aute daría fe en su canción? Cada uno tiene un recuerdo singular de aquellos momentos, vaya por delante nuestro respeto. 

Como la mente va sacando de la chistera su irracional secuencia de pañuelos anudados, el día de San Silvestre, viendo la maratón –qué difícil es retener la vida, como decía Heráclito, pero no las imágenes-, me ha venido de golpe este nombre a la cabeza. No, no me refiero al griego. Heráclito fue un cubano con el que conversé, tanto de la vida y la "muelte" como del presente “etelno”, en la barra del Floridita. Qué razón tenía, por cierto. ¡Y cuánto me gustaría que Saleta y él se conocieran! Sin dudar un segundo les estaría mirando (y escuchando) a perpetuidad, ensimismado por el estéreo.

En ninguna foto ha sobrevivido la emoción con que mis ojos acariciaron las fachadas despintadas, las estampas atemporales, la chapa de los coches de los años sesenta, la odisea vital de los transportes, la sangre policramada por la revolución en la mirada acuosa de los ancianos que dormitan nostálgicos en los bancos de los parques...

Ahora -que ya solo puedo contar con palabras los pálpitos vividos- mi piel naufraga en medio de este formidable recuerdo caribeño tan salino, pegajoso y encomiable. 

Espero que me perdonen los que vean que me pierdo. Con un daiquirí en una mano y El siglo de las luces, de Carpentier, en la otra, "todo es más amable, más humano, menos raro...", como dirían los de La Cabra Mecánica. 

Acabo brindando por mis distintos yoes; por los que me comprenden, por los que no y por aquellos que ya no necesitan atribuirse lo que hacen. Y sobre todo, por Saleta, la Maga, que nunca dejará de estar conmigo.

Codorníu.